LA INOCENCIA DE GERARDO
Por: Ricardo Alarcón de Quesada
La reunión en
Londres de la
Comisión Investigadora del caso de los Cinco examinó a fondo
la situación específica de Gerardo Hernández Nordelo y la acusación infame (el
Cargo 3 “conspiración para cometer asesinato”) presentada sólo contra él y que
fundamenta su condena a morir dos veces en prisión. Se le atribuye,
calumniosamente, haber participado en el derribo el 24 de febrero de 1996 de
dos aeronaves del grupo terrorista autotitulado “Hermanos al Rescate”.
Desde el punto de
vista legal para que un Tribunal de Estados Unidos pudiera actuar, el hecho en
cuestión tenía que haber sucedido en el espacio aéreo internacional, fuera de
la jurisdicción cubana. Caso contrario ninguna Corte norteamericana habría
podido abordarlo.
Por eso en el
juicio de Miami se discutió bastante la cuestión de la ubicación exacta del
incidente, repitiendo lo que antes pasó en el Consejo de Seguridad de la ONU y en la Organización de la Aviación Civil
Internacional (OACI). En esas discusiones surgieron siempre las contradicciones
entre los radares cubanos y los de Estados Unidos. Sobre los datos
norteamericanos, por cierto, habría mucho que escribir, por ejemplo, la demora
en entregarlos, varios meses, que obligó a dilatar el trabajo de la OACI y la sospechosa
destrucción de algunos registros, todo lo cual consta en el informe de la OACI.
Para tratar de
resolver la discrepancia en lo que mostraban los radares, la OACI pidió a Estados Unidos
que entregase las imágenes tomadas por sus satélites espaciales, petición que
fue rechazada en 1996. Tampoco Washington permitió que las viera el Tribunal de
Miami y lleva mucho tiempo oponiéndose a las repetidas solicitudes del Centro
para el Derecho Constitucional y los Derechos Humanos de California y litiga
ante las Cortes de ese Estado en su afán de mantener ocultas las imágenes.
Pronto se cumplirán veinte años de obstinada censura.
Sólo Estados Unidos
ha podido examinar lo que filmaron sus satélites, pero no permite que lo haga
nadie más. Ni el Consejo de Seguridad de la ONU , ni la OACI , ni los tribunales norteamericanos. ¿Por
qué?
Sólo puede haber
una respuesta. Washington sabe que el incidente ocurrió dentro del mar
territorial cubano, muy cerca del litoral habanero y en consecuencia,
jurídicamente, nunca tuvo jurisdicción alguna sobre él. Porque las imágenes
satelitales son prueba irrefutable de la mentira yanqui nadie más que las
autoridades estadounidenses podrá verlas nunca.
Pero no se trata de
que las imágenes exculpen a Gerardo. No eran necesarias porque para condenarlo la Fiscalía tenía que
demostrar que él, personalmente, había participado en el incidente, algo
totalmente absurdo, imposible de sostener, independientemente del lugar donde
hubiera ocurrido el derribo de las aeronaves invasoras. El problema era y es
para Washington.
Porque las imágenes
prueban que Estados Unidos, sus autoridades y sus tribunales no tenían derecho
alguno para juzgar un acontecimiento ocurrido más allá de su jurisdicción
territorial. Debe destacarse que, según los radares norteamericanos, los
aviones volaban, siempre juntos, rumbo sur y uno de ellos, al menos, conforme a
su propia versión, había penetrado el territorio cubano. Incluso, si se
aceptase la teoría estadounidense sobre la ubicación de los aviones, estos se
hallaban en las inmediaciones de la capital cubana, muy cerca de su parte
central y más poblada y en pocos minutos la habrían sobrevolado y hubieran
podido atravesar la isla hasta la costa meridional.
No fue algo
acontecido en la cercanía del espacio norteamericano, sino mucho más abajo del
paralelo 24 que marca la separación entre las zonas de supervisión aérea de
ambos países. Fue ahí, dentro del área bajo control cubano, que transcurrió
buena parte del vuelo, siempre rumbo sur, hacia La Habana y desoyendo las
indicaciones y advertencias emitidas por el centro de control de tráfico aéreo
de nuestro país.
Pero, en todo caso,
Gerardo no tuvo absolutamente nada que ver con el hecho, en cualquier lugar en
que este ocurriese. Y eso lo sabían perfectamente las autoridades
norteamericanas.
Según el Acta
Acusatoria de septiembre de 1998, el FBI había identificado a Gerardo, conocía
la misión que desempeñaba y revisaba sus comunicaciones con Cuba desde 1994,
más de dos años antes de aquel suceso que agravó sensiblemente la situación
entre ambos países. Las turbas de la mafia batistiano-terrorista llamaban
entonces a la guerra en las calles de Miami, mientras, según escribió el
Presidente Clinton en sus Memorias, en la Casa Blanca discutían
un posible bombardeo a Cuba y él optó por promulgar la Ley Helms-Burton
acompañada de amenazas belicosas. ¿Puede alguien imaginar que no habrían hecho
nada contra Gerardo si él hubiese sido culpable? Nada hicieron, precisamente,
porque les constaba su inocencia.
Por eso tampoco lo
inculparon cuando fue detenido, junto a sus compañeros en septiembre de 1998.
En la acusación inicial no se dice una palabra sobre lo ocurrido el 24 de
febrero del 96, ni se habla de derribo de aeronaves o algo parecido. No lo
hicieron porque el FBI, que poseía y había leído los mensajes entre Gerardo y La Habana , sabía que era
inocente.
El Cargo 3
(“conspiración para cometer asesinato”) fue formulado, sólo contra Gerardo, más
de siete meses después del arresto de los Cinco cuando ellos permanecían en
confinamiento solitario –el infame “Hueco”- aislados del mundo, imposibilitados
de defenderse. Para hacerlo la
Fiscalía presentó una Segunda Acta Acusatoria que, y así lo
registró la prensa de Miami, fue elaborada en reuniones que abiertamente
celebraron el FBI, la
Fiscalía y jefes de grupos terroristas.
Era una acusación
arbitraria, fabricada de pies a cabeza, con el único propósito de complacer a
los criminales, inflamar el odio contra Gerardo y sus compañeros y garantizar
de antemano las peores, ilegales y más irracionales condenas. El Cargo 3 fue el
centro de la desaforada y vulgar campaña mediática promovida y financiada por
el Gobierno Federal, con su presupuesto, que cayó como un tsunami de mentiras,
sobre una comunidad inerme y paralizada por el terror –cinco artículos por día
en los periódicos impresos, incesantes comentarios, día y noche, en la radio y
la televisión locales –conformando lo que justamente el panel de jueces de la Corte de Apelaciones, en
2005, calificó como una “tormenta perfecta” de odio, prejuicios y hostilidad.
Gran parte del
juicio giró alrededor del Cargo 3. Dentro y fuera de la sala del tribunal,
individuos vinculados a “Hermanos al Rescate” alborotaban y hacían
declaraciones estridentes que amplificaban los medios locales. Ellos y los
“periodistas” pagados por el Gobierno perseguían y asediaban a los miembros del
jurado quienes se quejaron a la jueza y ella, por su parte, varias veces
también se quejó al Gobierno, por supuesto, sin resultado alguno.
En la sala del
Tribunal, pese a todo, el infundio de la Fiscalía fue derrotado. Los acusadores, tan
eficaces insuflando odio y prejuicios contra él, no pudieron presentar una sola
prueba para vincular a Gerardo con los sucesos del 24 de febrero. Nada.
Tan contundente y
obvia fue la derrota que el Gobierno hizo algo totalmente inusitado. Al final
de las discusiones, cuando la jueza iba a dictar las instrucciones para guiar
al jurado a la hora de emitir su veredicto, los fiscales se opusieron sorpresivamente
al texto que, ajustado palabra por palabra al Acta Acusatoria, ella había
preparado. Propusieron cambiarlo radicalmente. La Magistrada , con buenas
razones, no aceptó la petición alegando que habían empleado siete meses
discutiendo esa acusación fiscal y era ya demasiado tarde para modificarla. Ese
mismo día la Fiscalía
se precipitó a hacer algo aun más insólito: en una acción que reconoció
“carecía de precedentes” recurrió ante la Corte de Apelaciones con una “moción de
emergencia” buscando paralizar la decisión del tribunal inferior e incluso la
posposición del proceso.
En el extraño
documento la Fiscalía
sostuvo que “a la luz de las evidencias presentadas en el juicio las
instrucciones presentadas por la jueza constituyen un obstáculo insuperable
para esta Fiscalía y pueden conducir al fracaso de la acusación en este Cargo”.
Debe subrayarse
que, según un principio universal de Derecho, toda persona es inocente salvo
que se demuestre lo contrario y que es obligación del acusador presentar las pruebas
o evidencias necesarias para demostrar la culpabilidad del acusado. La Fiscalía encaraba
ciertamente “un obstáculo insuperable” por la sencilla razón de que no podía
mostrar prueba alguna contra Gerardo, simplemente porque estas no existen, ni
pueden existir. Carecían de cualquier prueba contra él y peor aún, sabían, pues
poseían todos sus intercambios con La
Habana desde hacía varios años –incluso años antes del
incidente de las avionetas-, que él no había tenido relación alguna con ese
hecho. En otras palabras, cuando presentó su Segunda Acta Acusatoria la Fiscalía conocía
cabalmente que estaba acusando a un inocente y en consecuencia, prevaricaba
imperdonable y groseramente.
El Cargo 3 fue una
grave violación a la
Constitución y las leyes y también a la obligación legal y
hasta profesional de los fiscales. Actuaron, mano a mano con el FBI de Miami,
como agentes y cómplices de una mafia terrorista que ellos debían combatir y en
realidad la sirvieron con docilidad escandalosa.
Rápidamente, sin
expresar duda alguna, sin hacer preguntas, en unas pocas horas, el Jurado
declaró culpables a los Cinco de todos y cada uno de los Cargos formulados
contra ellos, incluyendo el Cargo 3, sin importarle a nadie que respecto al
mismo la Fiscalía
había admitido su fracaso y se había empeñado por retirarlo.
Al concluir el
juicio, en la primera semana de junio de 2001, la jueza anunció que dictaría
las sentencias a mediados de septiembre. El abominable acto terrorista del día
11 de ese mismo mes y año al parecer la hizo cambiar de opinión. Ni ella ni el
Gobierno se sentirían cómodos penalizando brutalmente a unos héroes
antiterroristas mientras W. Bush se lanzaba, gozoso y con gran fanfarria, a
hacerle la “guerra al terrorismo” a todo lo largo y ancho del planeta.
Esperaron tres meses más.
Finalmente, el 14
de diciembre de 2001, Gerardo fue sentenciado a dos cadenas perpetuas más 15
años.
Todos, en la sala
del Tribunal, sabían que castigaban a un inocente.
Cubadebate
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