Por: Ricardo Alarcón de Quesada
Publicado en: Archivo CD
PALABRAS DE RICARDO ALARCON DE QUESADA, PRESIDENTE DE LA ASAMBLEA NACIONAL DEL PODER POPULAR EN EL ACTO POR EL 50 ANIVERSARIO DEL ASESINATO DE GERARDO ABREU FONTAN.
Febrero 6 de 2008
Lateral del edificio del CECM
Hace cincuenta años junto a este edificio que el cinismo de la época llamaba Palacio de Justicia, arrojaron su cuerpo torturado y mutilado.
No hubo editoriales ni crónicas en la gran prensa internacional. No protestó ningún gobierno, ni la ONU ni la OEA, no lo denunció ninguna de las organizaciones que en el mundo dicen ocuparse de los derechos humanos.
Muchos años después supimos que el 7 de febrero de 1958 el Gobierno yanqui evaluaba en Washington la situación cubana, cada vez más preocupante allá y lo hacía a partir de un informe de esa fecha desclasificado hace poco donde consta el amplísimo apoyo militar que estaban suministrando a la tiranía batistiana incluyendo el entrenamiento de la mayoría de sus oficiales y esbirros. El Imperio les enseñó a matar, adiestró a los asesinos, los hizo especialistas en los peores suplicios.
No hablo de un pasado remoto. El 7 de febrero del año 2007, hace apenas un año, el Congreso Federal norteamericano, ese que todavía no ha pedido disculpas por los crímenes cometidos contra nuestro pueblo, rindió homenaje a Batista y sus secuaces. No pudieron escoger mejor oportunidad para insultarnos y concitar nuestra ira. El Imperio tiene una deuda que jamás podrá saldar, que nunca perdonaremos ni olvidaremos.
Fueron muchos los hermanos y las hermanas que perdimos en esta lucha. Ninguno de ellos ha muerto. Viven y vivirán siempre en cada uno de nosotros.
Hoy les hablo del jefe más querido, del que tanto aprendimos, quien nos sigue dando fuerza y nos guía ahora y siempre con su modo sabio, suave y firme de dirigir.
Las sombras y el silencio cubrieron el día terrible en que lo sometieron al martirio.
La noticia corrió de boca en boca entre nosotros y con ella la angustia y la certeza. Sabíamos que Gerardo sería asesinado rápidamente. A él no lo retendrían mucho tiempo en los lóbregos sótanos de la policía ni lo enviarían a prisión. Su muerte era inminente.
Tratamos que el mundo se enterase de que había caído en las garras de los peores asesinos. Lo informamos a periodistas y a cuanta gente pudiera diseminar la noticia.
La rabia y el dolor, nuestras únicas armas, se volvieron acciones espontáneas multiplicadas hasta llegar a la huelga estudiantil que paralizó todos los centros de enseñanza, incluyendo las universidades y escuelas privadas, el más amplio movimiento que pudimos realizar en la capital, y se extendió más de dos meses.
La terrible derrota del 9 de abril condujo a una situación en la que ya carecíamos de fuerzas para mantener por mucho más tiempo el cierre de las instituciones docentes. La represión batistiana no conoció límites. Perdimos en la capital a decenas de nuestros mejores combatientes. Algunos desaparecieron para siempre, como Higinio, sus restos insepultos todavía cincuenta años después.
Este año recordaremos muchos aniversarios de hechos que ya cumplen medio siglo. Bien sé compañeras y compañeros que ustedes no los olvidan y jamás podrán olvidarlos. ¿Por qué no podemos ni queremos olvidar? Porque en cada suceso hay un pedazo de nuestras propias vidas, cada hermano caído es una porción de vida que quisieron arrebatarnos; nosotros, los sobrevivientes, hemos podido llegar hasta aquí en la medida que ellos y ellas han vivido en nosotros.
La memoria de los mártires no puede ser un culto reservado a quienes los conocimos y tuvimos el privilegio de luchar junto a ellos. La Patria necesita que su memoria perdure y se haga conciencia en las mentes y los corazones de quienes no los conocieron, de los que nacieron después que ellos cayeron. Que sean patrimonio vivo especialmente de los más jóvenes, de los jóvenes de hoy y de mañana. Después de todo fue por ellos más que por nosotros que Gerardo y todos los mártires entregaron sus vidas.
Un 7 de febrero en el cementerio al terminar el acto que allá siempre nos convoca se me acercó una joven que trataba de estudiar la clandestinidad habanera y enfrentaba un enigma que no lograba descifrar. El misterio de Fontán dijo la muchacha. Y agregó más o menos esto: Ustedes son una generación con muchos traumas y contradicciones que les impuso la vida, pero cuando se trata de Fontán, todos reaccionan igual, todos hablan de él con mucho amor y con respeto unánime, los he visto aquí emocionarse y llorar a pesar de los años transcurridos, es algo extraordinario. Eso era él, le dije, extraordinario.
Nacido en la mayor pobreza en el Condado de Santa Clara era un niño negro condenado como tantos otros a padecer una vida triste de la que nadie hablaría nunca. ¿Qué sólo llegase al cuarto grado de una humilde escuela primaria? ¿Qué hubiera tenido que trabajar desde niño para ayudar a su familia? ¿Qué conociera desde muy temprano los oficios peor pagados, esos que en las calles habaneras reservaba el capitalismo para una niñez triste y abandonada? ¿Qué debiera soportar el desprecio y la humillación por tener la piel demasiado oscura? Esa fue la historia de muchos otros, pobres y negros como él, nada que contar, nada extraordinario.
Hay ciertamente un misterio difícil de explicar. Aquel niño se transformó en héroe. Él, que no había nacido aquí, se levantó desde la miseria hasta convertirse en jefe indiscutido, y crear barrio por barrio la mayor fuerza revolucionaria de la Capital, y a dirigirla, con su carisma y sus dotes organizativas excepcionales. Nos educó en una disciplina, una austeridad y una ética que nos parecían venidas de otro mundo.
Pacientemente, afrontando los peligros, recorrió nuestras calles, habló con todos, edificó paso a paso las brigadas juveniles del 26 de julio que crecieron y se afirmaron a pesar de nuestra inexperiencia, como surgidas de la nada en una ambiente hostil, sin recursos de ningún tipo, en medio de la corrupción, el desánimo y la más feroz represión.
Entonces, cuando era difícil creer en alguien, poco a poco, escuchábamos un nombre repetido en susurros que circulaban por las esquinas con una magia portadora de extraña esperanza. Fontán era el nombre.
Llegó a ser para nosotros un mito. Él, que no había avanzado en la enseñanza elemental, dirigió a los jóvenes y estudiantes de la Capital y ninguno dudó nunca que Gerardo era el más capaz, el más sensible, el más profundo de nuestros compañeros.
Antes de conocerlo personalmente, había conocido la leyenda. Lo suponía alto, corpulento, y fuerte. Lo vi avanzar por aquel pasillo del apartamento de la calle Monte. No era el gigante que imaginaba. Era más bien como yo. Pero más culto, más inteligente, con unos modales que mis abuelos hubieran querido para mí.
Nos habló siempre como un maestro a sus discípulos. Nos enseñó que las armas, las poquísimas que pudimos ver en aquella época, eran sólo instrumentos inevitables y que la violencia revolucionaria no era un fin en sí misma sino la única vía que teníamos para conquistar nuestros sueños de libertad y justicia. Alguna vez nos criticó que permaneciéramos en un lugar que era conocido por un compañero que había sido apresado por los agentes de la dictadura. Hay que respetar las reglas de la clandestinidad. No se puede confiar en que nadie resista la tortura, nos dijo con naturalidad y todos, como siempre, lo obedecimos.
Recuerdo cuando hablaba de poesía, de literatura ¿Quién iba a pensar entonces que aquel era un pobre negro que no había vencido el cuarto grado?
Recuerdo sobre todo el honor más grande de mi vida. Ningún otro se compara con aquel. Cuando me encomendó ocuparme, bajo su mando, de la sección estudiantil de aquella formidable organización creada por él.
Él fue por encima de todo un artista, el más grande de mi generación. Su vida fue su mayor creación. Él se hizo a sí mismo, obra perfecta, inimitable.
Si no hubieran acabado tan brutalmente su existencia cuando apenas tenía 26 años, Gerardo no sólo sería hoy uno de los principales dirigentes de Cuba sino que habría sido también uno de los más destacados intelectuales cuya labor creadora habría animado estos largos años de heroica resistencia.
Vuelve febrero y con él la Feria del Libro. Millones de cubanos participarán en esa admirable fiesta de la cultura y el espíritu. Buscarán afanosos los más variados textos. Irán a escuchar a poetas y escritores. Será inútil sin embargo el esfuerzo por encontrar sus poemas, sus ensayos, o por escuchar su voz limpia, cálida, recitando los mejores versos de los negros y los pobres.
¿Inútil? ¿No es acaso su voz la que nos dice la elegía que también pudo ser escrita para él?:
“Fue largo el viaje y áspero el camino
Creció un árbol con sangre de mi herida
Canta desde él un pájaro a la vida
La mañana se anuncia con un trino”
Gerardo, sé que puedo decir en nombre de todos tus compañeros que siempre te guardamos fidelidad absoluta, que siempre acatamos lo que tú, con firmeza pero también con ternura, ordenabas. Sólo una vez te faltamos. Hace hoy exactamente cincuenta años. Nadie buscó refugio o protección. Nadie dudó un instante y no cumplimos tu consejo. Confiábamos en ti, sabíamos que eras un gigante, un mito hecho realidad.
Estabas completamente solo, en la mayor soledad, frente al horror. Lo sabías todo pero nada dijiste. Te torturaron con indecible crueldad pero de tus labios no brotó un solo nombre, ni un dato. Despedazaron tu cuerpo pero tu respuesta fue el silencio hasta el final.
Por nosotros sufriste los peores tormentos. Por nosotros y por nuestra causa, por Cuba, entregaste tu vida. Tu noble, generosa, irrepetible vida.
¿Qué más decirte hoy?
Comandante Fontán hasta la victoria siempre.
CUBADEBATE Archivo de CD: Gerardo Abreu Fontán llegó a ser para nosotros un mito
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