ANIVERSARIO 55 DE LA VICTORIA DE GIRÓN
Lerrota en Playa Girón es considerada como el peor desastre en política exterior en la historia de los Estados Unidos
En la literatura escrita fuera de Cuba en torno a la Batalla de Playa Girón —ellos han decidido llamarla Bay of Pigs— aparecen decenas de explicaciones sobre las causas de lo que Arthur Schlesinger Jr. llamó “el peor desastre en política exterior en la historia de los Estados Unidos”.
Académicos, funcionarios y exfuncionarios de la Casa Blanca, de los Departamentos de Estado y de Defensa, de la CIA, de la Fiscalía General y de otras agencias, politólogos, analistas militares, periodistas especializados así como protagonistas de aquellos hechos, buscan un chivo expiatorio a quien endilgarle el fiasco.
Los “brigadistas” culpan a Kennedy de haberse deshecho de ellos. Citan resentidos la frase pronunciada por el presidente: “Tenemos que salir de estos hombres. Es mucho mejor botarles en Cuba que en los Estados Unidos. Especialmente si es allí donde ellos quieren ir”; y lo acusan de no haber tenido valor para cumplir su promesa de enviar a los marines a resolver el problema, cuando obviamente ellos no podían.
La contrarrevolución interna se sintió traicionada por la CIA, que no le avisó sobre la inminencia de la agresión, lo que, según ellos, permitió que la acción conjunta del G-2 y los CDR le asestaran tan formidable golpe, que la sacó de juego. Y no andan desencaminados. Al valorar la conveniencia de alertar a esas organizaciones sobre la invasión, el coronel Jack Hawkins, especialista de los marines en operaciones anfibias a cargo de la planificación de la operación, dijo: “No podemos informarle al movimiento Gclandestino (...) con esos estúpidos hijos de puta todo se sabría”1.
Kennedy estaba convencido de que la CIA lo había engañado al informarle que en Cuba había decenas de miles de enemigos de la Revolución, quienes al llegar los invasores se les sumarían, para los cuales la expedición traía 40 000 fusiles; que la milicia y el Ejército Rebelde se aterrorizarían y desertarían masivamente y que, en el peor de los casos, los brigadistas podrían diluirse en el Escambray. Solo el día 18 de abril se enteró, por boca de Bissell que tal alternativa no había sido prevista, que los brigadistas no habían sido preparados como guerrilleros, y que entre Girón y el Escambray hay unos 80 kilómetros de terreno llano, descampado, con una densa red de carreteras y numerosos núcleos urbanos, lo que hacía impracticable tal posibilidad.
Kennedy percibió que, detrás de todo, a pesar de sus reiteradas advertencias de que no autorizaría la intervención de las fuerzas armadas de los EE. UU. en la operación, y de sus declaraciones públicas del día 12 en ese mismo sentido, estaba el propósito de la CIA de enfrentarlo a una situación en la que no tuviera más remedio que dar luz verde a los marines o asumir la derrota. Estas valoraciones presidenciales le costaron el puesto a Allen W. Dulles, a su segundo, el general Charles P. Cabell y al Director de Planes, Richard Bissell, y tal vez la vida al propio JFK.
La CIA considera que su proyecto fue maniatado por el Departamento de Estado, que en su propósito de hacer de la invasión una cuestión que los Estados Unidos pudieran “negar plausiblemente”, le puso tantas limitaciones que lo invalidó, además de que Dean Rusk contribuyó a que el presidente negara la autorización para el “decisivo” golpe aéreo de la mañana del 17 de abril contra las bases aéreas cubanas.
El Departamento de Defensa situó la responsabilidad del descalabro en la CIA, que durante el proceso de planificación suministró información de inteligencia falsa a los militares participantes en el proyecto, y que durante la conducción de las acciones cometió numerosas chapucerías, en un desempeño “político militar que desbordó sus capacidades”.
Como puede verse, todos se sienten engañados o traicionados por otros y se achacan mutuamente las causas del fracaso de la Operación Pluto. Como dijera Kennedy: “La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana”.
Hay, sin embargo, una teoría relativamente nueva, que carga la culpa nada menos que sobre los hombros del actor de cine John Wayne, cuyas películas, en las que el héroe exterminaba a decenas de enemigos —casi siempre indios— fueron la delicia de los que hoy peinamos canas, allá por la década de los años 40-50 del siglo pasado.
El crítico de cine Eric Bentley declaró en 1971 que John Wayne era el hombre más peligroso de Estados Unidos, porque sin mitología de sus películas, la trágica intervención de Estados Unidos en Vietnam era impensable.2
Garry Willis, en La América de John Wayne, dice: “La fuerza de Wayne estaba en que él personificaba nuestro más profundo mito —el de la frontera. Su debilidad estaba en que eso era solo un mito. Detrás de las fantasías de la liberación de la frontera (...) estaba la realidad de la conquista. Y la conquista tiene sus modos para deshacer a los conquistadores en el camino de la imaginación del siglo XX esa figura está aún caminando hacia nosotros, airoso, amenazador, ineludible”.3
Seguramente basado en esta insólita teoría, Rafael Quintero, uno de los primeros alistados en la Brigada 2506, confesó: “En aquellos días los cubanos (contrarrevolucionarios) pensábamos en los americanos, en lo que yo llamaría Síndrome de John Wayne. Pensábamos que los americanos actuaban como actuaba John Wayne en sus filmes. Desde luego, esto era ingenuo, pero era así como la mayoría de nosotros lo sentía. Quiero decir: los americanos odiaban el comunismo y, como John Wayne, ellos nunca perdían —nunca”.4
Pero perdieron.
*Instituto de Historia de Cuba
1 Ídem p 238, tomado de Peter Wyden.
2 Blight, James G. y Peter Kornbluh. Politics of Illusion: the Bay of Pigs Invasion Reexamined. 1998.
3 Ídem p 148.
4 Ídem p 1.
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