La
Habana, 30 de noviembre de 2016.- Quizás esta sea la crónica más difícil
que me tocará escribir. El viernes 25 poco antes de la madrugada, el
Presidente cubano Raúl Castro anunció a su pueblo que el líder histórico de no
sólo once millones de cubanos y cubanas, sino de millones en el mundo entero
que, como en mi caso, hemos crecido bajo la luz de esperanza que alumbra la
Revolución cubana, había dado un paso a la inmortalidad. Como muchos,
incrédula al principio, pensando que se trataba de un malentendido, pero con el
cuerpo tembloroso como quien en el fondo sabe que hay una realidad que
duele. No había dudas. Esta vez no era como las otras. Él
se nos había ido.
Siempre nos han hecho creer
que se ocultaría la noticia. Más de una vez los medios hegemónicos hablaban de
su deceso y afirmaban -sin prueba alguna – que el gobierno cubano lo
anunciaría pasado el tiempo cuando le conviniera políticamente. Y ahí
estaba su entrañable hermano Raúl, con la voz entrecortada, anunciando la
triste noticia, a solo una hora y 15 minutos de haber ocurrido. Como
siempre un vez más la Revolución cubana demostró con hechos y desmontó las
campañas de mentiras y tergiversaciones que el enemigo ha vertido contra ella.
Nadie está preparado para
asumir la muerte de nuestros padres, la asumimos con entereza como se asume lo
inevitable, por más devastados que estemos. Lo mismo nos ocurre con Fidel,
porque es eso: un padre de miles de millones, un imprescindible, una guía para
todos aquellos que creemos que un mundo mejor es posible y necesario.
No importa si nacimos
en Cuba, Argentina o cualquier otro lugar del mundo, a Fidel lo
lloramos todos. Fidel logró algo que no cualquiera alcanza: hermanarnos a los
pueblos en el sentimiento, atravesar continentes y lenguas, con esa
unidad que tanta falta nos hace para enfrentar los embates del Imperio y
esta nueva restauración conservadora que azota la región.
“No
quiero vivir en un mundo sin Fidel” me dijo Ernesto, mi mejor amigo,
destinatario del primer mensaje de texto que envíe, olvidándome por un momento
del costo que impone el bloqueo a las comunicaciones internacionales, buscando
ese abrazo imaginario que llenase un poco el sentimiento de vacío que nos
invade a todos. Siempre hablábamos sobre lo que haríamos el día que
inevitablemente Fidel no estuviese, con los ojos empapados en lágrimas,
deseábamos poder estar en Cuba en ese momento, compartir con su pueblo ese
dolor que inevitablemente nos invadiría. Yo tuve la extraña “suerte” de
estar aquí cuando “el
caballo” -como
también lo llama su pueblo, salió en galope a las alturas.
“Fidel
es Fidel” dijo
Raúl hace una década cuando tomara las riendas de esta Nación, y no se
equivocó. El silencio aplastador que se siente en los barrios habaneros
usualmente bulliciosos lo demuestra. A cualquier extranjero, de los miles
que han llegado a dar cobertura o rendir homenaje al Comandante seguramente, le
ha sorprendido lo mismo: esa calma popular impregnada de sentimientos.
Ninguno de nosotros podrá comparar jamás lo vivido estos días en la isla con
alguna otra vivencia parecida. Muchos de nosotros hemos podido presenciar
despedidas a otros líderes donde un sector mayoritario de la población estaba
de luto, pero con Fidel todo el pueblo está de luto, y no sólo el pueblo
cubano, el dolor se multiplicaba a lo largo de todo el planeta.
Ernesto me dejó pensando.
Un mundo sin Fidel… ¿Qué será de los pueblos del mundo sin su visión, esa
que estaba infinitamente delante de la de cualquiera? ¿Qué será de
nosotros sin su ejemplo, que aún con noventa años continuaba brindándonos día a
día? ¿Qué será de Nuestramérica sin ese faro de pensamiento y acción que nos ha
dado toda una vida de razones por las que luchar? ¿Qué será de nosotros? me
repreguntaba una y otra vez a mí misma, en silencio, como quien intenta que una
respuesta acalle el dolor.
En
ese momento recordé la respuesta de Fidel a Oliver Stone cuando le preguntara
que pasaría cuando él ya no esté. Recordé a los once millones de “Fidel”
que tiene esta Revolución, once millones de cubanos y cubanas que en el día a
día nos alumbran el camino siguiendo el ejemplo de “su” Comandante en Jefe.
También recordé los más de 25.000 jóvenes extranjeros que, hoy profesionales,
se han formado gratuitamente en la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM)
creada por Fidel; los millones de africanos que hoy, gracias a Fidel, tienen
Patria sin ignominioso apartheid; de los salvadoreños, guatemaltecos y
nicaragüenses que siguiendo su ejemplo se levantaron contra la opresión; las
decenas de miles de personas que gracias a la Operación Milagro hoy pueden ver;
los millones de latinoamericanos que con el “Yo Si puedo” aprendieron a leer y
escribir, logrando que muchos territorios fueran declarados libres de
analfabetismo. Me acordé de mi vecino, un hombre de pueblo diciéndole a
su hija camino al “pre” -como le dicen al preuniversitario-“el
trabajador en su puesto de trabajo, los niños en la escuela, ese es el mejor
homenaje”, con la convicción que aquel camino que este pueblo ha forjado
seguirá su autodeterminado rumbo. Volví a visualizar aquel histórico día
en que en Mar del Plata se enterró el ALCA y el rol determinante de Fidel para
que asi fuera. Y de aquella noche mítica de mayo del 2003 en la Facultad
de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, cuando junto a una multitud de
argentinos escuchamos las palabras del Comandante en Jefe, y como a partir de
ahí se dio impulso a la unidad de la región. Recordé que vivo en una isla a
sólo 90 millas del imperio más feroz del planeta y que esa isla podría haber
sido Haití y no lo fue gracias a Fidel y sus once millones de Fidel.
He visto desfilar de manera
incesante a más de dos millones de habaneros por el Memorial José Martí a
rendirle honores, más de seis millones de cubanos por medio de su firma en una
especie de consulta popular no vinculante ratificaron su lealtad y compromiso
con el concepto de Revolución que teorizara hace dieciséis años el mismo Fidel
un 1ro. de Mayo en la Plaza de la Revolución.
Presidentes, cancilleres,
primeros Ministros y personalidades de distintos continentes arribaron a Cuba
para dar el último adiós a un hombre inmenso. La fila interminable de cubanos y
cubanas en toda la isla agitando sus banderas al paso de la Caravana rumbo a su
heroico Santiago para expresar el respeto y cariño que solo genera un líder
gigante como Fidel. Tengo presente la mirada triste pero firme de cada
cubano, de sus pioneros, también emocionados aún en su corta edad.
Dicen que con el Che fue
inmenso, que con Celia y Vilma también. Quienes no estábamos en Cuba para aquel
entonces, vivenciamos por primera vez un hito histórico, un momento que marcará
nuestras vidas, así como las ha marcado la obra de Fidel.
“Olvídate
de eso, ya pasamos 11 presidentes”, me dijo
tranquilamente Héctor, cuando yo seguía preguntándome que sería de nosotros sin
un Fidel (y con un Trump).
Ya hoy Ernesto no me deja
pensando. Fidel ha marcado la vida de miles de millones de personas que lo
conocieron y hasta de millones como yo que, sin haber tenido jamás el honor de
tan siquiera verlo cerca lo sentimos propio, como un padre, como esa guía
necesaria para no rendirse jamás.
Si
nos viese ahora desde algún lado, seguramente nos diría que dejemos de llorar,
que hay mucho por hacer, llamándonos al orden con ese cariño que sólo un padre
tiene. Fidel se
ha marchado, nos deja su legado y la más grande herencia: un faro
socialista que alumbra a todos los pueblos del mundo, la convicción profunda de
que no hay imperio que pueda contra las ideas, la certeza de que no es el
tamaño ni el armamento de un país lo que determina su victoria, sino sus
profundas convicciones, su unidad y lealtad. Este pueblo heroico llora al
despedir a quien ama como líder máximo como padre, pero reafirma aquello
que dijo en medio de desigual combate el Comandante Juan Almeida Bosque cuando
rodeado por las tropas batistianas lo conminaron a él y su pequeño grupo
guerrillero a rendirse. Almeida replicó “aquí no se rinde nadie
carajo!”.
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