Por: Arleen Rodríguez Derivet
Hay noticias que te descolocan, aunque tu oficio sea la noticia. No importa que sepas que hay una edad de acostumbrarse a la muerte, que hay enfermedades que aceleran esa costumbre y que también hay preludios que adelantan lo que podrá llegar en breve. Siempre cuesta entender que caiga por infarto un cuerpo que resistió y venció los duros tratamientos contra el cáncer al que todos tememos.
De infarto ha muerto Luis Báez y solo atino a colgarme de una frase que Silvio Rodríguez escribió en su blog Segunda cita para explicar qué es lo que pasa cuando empiezan a irse los íconos de una época: “se está acabando el siglo XX…”
Luis es, en muchos sentidos, el periodismo del siglo XX, el de la prensa escrita por encima de otros modos de hacerlo, el de olor a tinta y voces gritando cierre, cuando no importaba si la TV y la radio también cubrían evento. Nada ocurría hasta que lo publicaban los diarios, prueba irrefutable del hecho, libro cotidiano que con el tiempo se transformaría en algo imperecedero.
La tecnología ha ido relativizando todas esas verdades, pero otras permanecen inmutables. Luis Báez no sólo las tuvo claras, sino que lanzó sobre ellas alarmas de urgencia: sobre la necesidad de salvar el reporterismo -sin el cual no hay periodismo en ningún soporte, por moderno que sea-, sobre la importancia de vivir informados –porque periodista que se duerme se lo lleva la competencia- o sobre el deber de ejercer la profesión con respeto por uno mismo, defendiendo lo sagrado (la Revolución), pero arriesgando también la opinión oportuna y honesta.
Bajo ese prisma elaboró cuestionarios legendarios y publicó entrevistas de inmediatez trascendente, como la que le concediera Raúl a fines del difícil año 1994, para precisar que “los frijoles (eran) más importantes que los cañones”.
Con Luis aprendimos que no se debe “dormir mientras la noticia está despierta”. Entre una docena de periodistas que cubríamos el viaje de Fidel a España en julio de 1992, solo él supo cuándo partió de regreso a Cuba el líder de la Revolución cubana. Los demás habíamos ido a dormir disciplinadamente.
Provocador e interrogador insuperable, forma parte de una generación entrenada en el ejercicio competitivo del oficio, capaz de apelar a métodos nada ortodoxos para conseguir y publicar primero la noticia.
Nadie tuvo más y menos amigos dentro del gremio, pero nadie cuestionará jamás los méritos que le llevaron a ganar casi todos los premios que exhibía con orgullo en un cuarto-oficina de su casa del Vedado, de cuyas paredes colgaban envidiables fotos suyas junto a Fidel y otras personalidades de la historia nacional e internacional y decenas de acreditaciones como prueba de su más entrañable posesión: el récord de haber cubierto informativamente prácticamente todos los viajes de Fidel al extranjero.
Sus libros siempre estarán entre los más vendidos. Desde los varias veces editados sobre Fidel, los ampliados testimonios de “Los que se fueron y los que se quedaron” y “Secretos de Generales”, hasta el que promete convertirse en el mayor bestseller de la próxima Feria de la Cabaña: “Carlos Manuel de Céspedes se confiesa”.
Hay en todos ellos una escuela de Periodismo que no se termina con el siglo XX, porque es parte de la raíz de la profesión, destinada a sostenerla.
Alrededor de 30 volúmenes, indispensables para aprender a preguntar y a vivir en la sombra, detrás, nunca delante, de los verdaderos protagonistas. En su época el periodista evitaba la cámara y no daba entrevistas. Nunca competía en protagonismo con el objeto de su trabajo reporteril.
Hace apenas unos días, Luis le concedió a Amaury Pérez, la que él mismo definió como su primera entrevista. Mientras fue un reportero en activo, se negó a ser entrevistado. Solía decir que los periodistas hacemos la noticia, no somos la noticia y en nombre de ese principio abroqueló silencios tremendos que se van ahora con él.
En los últimos años se limitó a hacer declaraciones sobre sus libros. De su vida, de sus orígenes como reportero, solo llegó a las profundidades, en esa última, así que dentro de muy poco tiempo, volveremos a verlo para oírle contar de cómo empezó en los trajines del mejor oficio del mundo.
Mientras ese momento llega, no hay que desestimar que murió quejoso de algunos olvidos. En un país que envejece aceleradamente, a quienes hoy cumplimos la tarea de representar a nuestros colegas desde la presidencia de la UPEC, nos corresponde atender más de cerca, antes incluso que las necesidades materiales, las necesidades afectivas, de los creadores de la obra periodística que nos enorgullece.
El siglo XX se nos está yendo definitivamente, pero sus mayores lecciones están ahí, esperando que las tomemos muy en serio.
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