Por Alfredo Grande
(APE) Conozco
mucha gente. Eso es importante. Pero lo más importante es que conozco buena
gente. Tengo una larga lista de imprescindibles. Y en los momentos donde las
fuerzas psicofísicas se debilitan, hago un ejercicio mental que llamo “pasar
lista”. Quizá un poco desordenada- Desde ya, nunca por orden alfabético.
Digamos que por orden de deseo y urgencia. Y me doy cuenta de que he tenido el
privilegio de conocer, de acercarme, de discutir, de acordar, de reírme y de
llorar con luchadores por la vida. Pero cuando paso lista incluyo a muchos y
muchas que no he conocido. Que llegan a través de relatos, cuentos, historias,
testimonios, recuerdos, anécdotas y muy especialmente, historias no oficiales.
Uno de los que está en la lista es
mi amigo “el Negro” Soares. Tenemos una relación de mucha proximidad. A veces
temo que demasiada. Y lo que me apasiona de ese vínculo es que nuestras historias,
nuestros orígenes, nuestras profesiones y nuestras militancias son muy
diferentes. Pero hace tiempo me di cuenta de que esas diferencias correspondían
al nivel convencional. O sea: a la larga lista de apariencias que, aunque no
siempre engañan, al menos distraen bastante.
Nos hermanamos, nos
amigamos, nos acompañamos, desde lo fundante. Desde aquellas
esencias a las cuales nunca renunciaremos. Lo importante, al menos para mí, no
es tener razón. Sino qué hacemos con esa razón. Si la procesión va por dentro,
la racionalidad no siempre va por fuera. Los tiempos para hablar y para ser
escuchado, no pocas veces se miden por meses, no por minutos. Pero los mensajes
llegan. Sólo tenemos que elegir cuáles deseamos escuchar. Y pensar.
Mi amigo el negro Soares envía
una reseña de un militante montonero. Del cual nada sabía. Extraigo aquello que
me parece fundante: “También Juan se enorgullecería de los que hoy luchan, de
los presos, de sus familias, de sus defensores, y de todo el que colabora.
Sepan todos ellos que hubo antes también hombres dignos. Activos y soberbios.
Ahí está Juan, con su porte arrabalero, sus típicos bigotes montoneros y sobre
todo su frente alta. Rodeado de policías armados que lo llevan”. Juan Jacinto
Burgos. En palabras del “Negro”: “Lo que me lleva a escribir esto tiene
relación con la Dignidad y la Soberbia, con la altivez, con la frente alta ante
el enemigo, con la convicción de porqué se lucha, porqué se cae en cana y
porqué se muere. Lo que me capturó es la insistencia en la soberbia. Recuerdo
un libro de Pablo Giussani: “Montoneros: la soberbia armada”.
Nunca tuve simpatía ni empatía con
los montoneros. Las pocas veces en las cuales quedé atrapado en discusiones o
en marchas o en ambos, recibí una clara señal de macartismo visceral. Quizá mi
paranoia crónica me jugó una pasada, no demasiado buena. Quizá como todo
paranoico, apenas soy más sensible y con cierta capacidad anticipatoria. Pero
el libro de Giussani me agradó. Atrapado por mis contradicciones de todo tipo
de clase, incluso política, para no hablar de las de género, consideré que la
soberbia era un disvalor, una mácula, no necesariamente un pecado, de lesa militancia.
Pero a la historia que nos cuenta “el Negro” no pude ignorarla.
La soberbia, aunque sea armada, o
quizá, especialmente la armada, más allá de cuales sean las armas, es una de
las condiciones necesarias para violentar a la cultura represora. Soberbia es
estar por encima. ¿Encima de qué? De los determinantes, los mandatos, las
invocaciones, las encíclicas laicas y/o religiosas, las tradiciones, las
familias, las propiedades. Estar por encima es estar más acá del bien y del
mal. Pero un más acá colectivo. Terrenal. Combativo. Los predicadores de la
cultura represora, incluyendo a muchos que la combaten desde nuevos discursos
represores, insisten en que todos estemos por debajo. Sumergidos. Peleando por
recibir alguna sobra de algún banquete, o al menos de algún “bananazo”. Mirando
hacia la tierra porque el volar es para los pájaros y para los gobernantes. La
humildad, la sumisión, la entrega, el cuerpo y alma a tierra, la subordinación
total, la humillación cotidiana, son los valores sagrados que sostienen la
idealización a todos los verdugos y a todas las verdugas. Hay temerosos de
Dios, de Freud, del Padre y ya que estamos de la Madre, del Estado, de la
Autoridad, del Mercado, de las Urnas. Vivir no peligrosamente, sino vivir
temerosamente. Almorzando con gusanos y cenando gusanos.
Ante el desgarrador panorama de
una humanidad que ni siquiera sobrevive de rodillas y que hace tiempo ha
renunciado a morir de pie, aparece desde el baúl militante de la memoria
revolucionaria, que es histórica pero no solamente, la soberbia de Juan. El
secreto de sus ojos. Película invocada, habitualmente en vano. Es una novela que
señala claramente la necesaria opción por la justicia por mano propia. Pero la
mass media ha preferido quedarse con una frase célebre: “nadie puede cambiar su
pasión”. Grave error. Letal error. Si algo ha cambiado la cultura represora es
nuestra pasión. Nos deja apasionarnos, por ejemplo con las desPASITO. Con el
consumo perverso. Pero ha logrado anestesiar, diluir, banalizar, incluso
ridiculizar, la pasión revolucionaria.
A 100 años de los 6 días que conmovieron
al mundo, el mundo capitalista sigue gozando de buena salud mientras propaga
todo tipo de enfermedades. Pero la pasión revolucionaria no cotiza en la bolsa
de la partidocracia. Si los ojos tienen secretos, esos secretos son siempre
letales. Los secretos del estado represor. Incluso el estado organizado en la
subjetividad de cada gendarme (militar o civil) del sistema. Pero la soberbia
no tiene secretos. Puede haber momentos de clandestinidad necesaria. Pero la
pasión revolucionaria se escribe con tiza, con carbón, con papel o con la
compu. Se discute, se panfletea, se filma, se cuenta, se propaga. Pero para
poder sostener la pasión revolucionaria, ésa que nunca dejó de habitar a Juan,
tenemos que ser soberbios. Estar por encima. Saber que tampoco nuestro reino es
de este mundo. La misma soberbia con la que Jesús el Nazareno confundió a
Pilatos, el César del Imperio Conquistador. “Un 30 de julio de 1976 cae en combate en Mar del Plata
Juan Jacinto Burgos, montonero, la dignidad y la soberbia”. Esta es
mi manera de conocer, de recordar, de admirar a Juan. Lamento Giussani.
Ahora
entiendo que es necesaria la soberbia. Y me permito en
la figura de Juan y de tantos combatientes de las organizaciones guerrilleras
de los 60 y los 50, sostener la Soberbia Revolucionaria. Esa soberbia que
muchas veces no impedirá nuestra derrota, pero que siempre, siempre, siempre,
impedirá nuestro fracaso.
Pintura: Luis Felipe Noé
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