Resumen Latinoamericano, 8
de octubre 2016.- Sea para idolatrarlo desde la nostalgia o para menospreciarlo
en nombre de miríadas posmodernas, la figura de Ernesto Guevara, el Comandante
Nuestraamericano, suele ser asociada al martirologio, el ascetismo y los afanes
sacrificiales.
Tal vez el Che de las canchas de fútbol y los recitales de rock argentino,
entonces, estén más cerca de un espíritu rebelde (seguramente no
revolucionario, pero quizá más impugnador del orden cultural) que otras
supuestas reivindicaciones del Guevara de revoluciones de bronce, y por lo
tanto, de mueso.
Suele repararse poco en la sonrisa generosa de Guevara. Sus testimonios, los
testimonios de cercanos en torno a su conducta, dan cuenta de una enorme
entereza, pero lejos de la imagen que se ha erigido de él -que lo coloca en un
nivel de excepcionalidad al que ningún mortal, nunca, llegará a ser capaz de
alcanzar-, como un tipo sacrificado al punto, llega a tal punto que muchas
veces lo imaginamos como una especie de Cristo sufriente.
Es cierto: está la imagen de su muerte, él tendido sobre una camilla con los
ojos abiertos, ya sin vida. Parece Cristo, que va. Pero también hay otros fotogramas
en los que Guevara ríe. Luce su uniforme y su boina. Sabemos que descansaba
poco y trabajaba mucho. Que asumía múltiples tareas: de trabajo intelectual y
manual; de combate y diplomacia; que promovía el trabajo voluntario, que hacía
del predicar con el ejemplo un lema inclaudicable. Y sin embargo, a pesar de
todo eso (y de su asma), lleva una sonrisa sobre su rostro.
Es cierto, también, que en su texto “Qué debe ser un joven comunista”,
hablándole a los jóvenes, el Che les dice: “Ustedes, compañeros, deben ser la
vanguardia. Los primeros en los sacrificios que la revolución demande,
cualquiera sea la índole de esos sacrificios”. Pero también lo es que existen
anégdotas, como esa que aparece en su texto titulado “Sobre la construcción del
partido”, en la que Guevara reflexiona sobre un chiste que ha escuchado en
Cuba. Un chiste que dice así: “Trabajar horas extras, los domingos trabajo
voluntario, sacrificarse por su formación, por predicar con el ejemplo y, por
último, estar dispuesto a dar, en cualquier momento, su vida por la revolución.
Todo eso para ingresar al partido. Claro, el tipo al que le proponen eso
responde que si ésa va a ser su vida en la revolución, encantado, dice,
¡entrega su vida! “¿Para qué la quiero?”. Es raro, porque el comandante toma
ese comentario que escuchó. No se enoja, no mira para otro lado. No es un
incondicional que sólo escucha lo que le conviene, lo que lo deja tranquilo.
No. Toma el chiste y realiza una reflexión. Tal vez, podemos imaginar, también
él se ríe de aquel chiste.
Por supuesto, los amantes de la ortodoxia no se detienen en comentarios como
esos, en imágenes jocosas. Es que tal como alguna vez señaló Osvaldo
Lamborghini, había (¿hay?), toda una “sanata” de “la cultura sacrificial” de la
“izquierda liberal”. Una cultura que llevó a otros escritores, incluso de
izquierda, como Julio Cortázar, a decir que descreían de los “revolucionarios
de caras largas”, y a escribir, en su novela Rayuela: “y así uno puede reírse,
y cree que no está hablando en serio, pero sí se está hablando en serio, la
risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la
tierra…”. Seguramente Guevara no leyó al filósofo francés Gilles Deleuze, pero
nos gusta pensar que es problable que, de haber leído esta frase, consideraría
con él: “reír, es afirmar la vida”.
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