Presentación de Silvio Rodríguez en el Estadio Latinoamericano; con Niurka González, Jorge Reyes, Emilio Vega, Rachid López, Maikel Elizarde, Oliver Valdés, David Torrens, Vicente Feliú y Víctor Casaus como invitados.
No sé por dónde empezar. El hilo de la coherencia estalla y se hace mil cabos sueltos. Una mirada, un verso, una melodía, una visión, una evocación, fantasmas, la isla, las pasiones… Pero los cabos conducen a un mismo origen, a una piedra angular, una síntesis; de modo que al azar se puede tomar cualquiera de ellos y contar inevitable, eventualmente, cada uno de los otros. El estallido es ilusorio, truco de las emociones.
El concierto en el parqueo del Estadio Latinoamericano, programado hace un par de meses, sería el número 62 de la Gira interminable –que es ya eterna y hoy se consagró para la posteridad–. Cada presentación es única, especial; pero esta se multiplicó, desbordó. Es como si solo hoy hubiéramos hecho 200 conciertos, dijo Silvio.
En primera fila estaban cinco hombres que ha mencionado mucho estos años. Hombresrecién liberados –aun los dos que salieron antes solo cobraron libertad total cuando se les reunieron los otros tres–. Y tenían ante sí, finalmente, al que reconocen acreedor de uno de sus más fuertes alientos en casi dos décadas de aislamiento: la canción.
“En septiembre de 1998, en el hueco, cuando pasábamos el día en una celda de unos pocos pies, sin libros, sin nada, en momentos de indecisión, y nuestro único entretenimiento era caminar de una pared a otra, pensando en lo que había ocurrido, en lo que estaba por ocurrir, el tiempo que estaríamos sin ver a nuestra familia, a nuestra patria, surgió un himno que hasta hoy se ha mantenido como un himno de resistencia de Los Cinco”, evoca Gerardo al hablar de El necio antes de cantarla, casi al final, con sus cuatro hermanos y el propio Silvio. “El necio para un pueblo de necios”, exclamaría Ramón antes de comenzar.
Yo no sé lo que es el destino (…). Yo me muero como viví. Cantaron la necedad de vivir sin tener precio: la única forma de que valga la vida, de vivir en libertad, aun entre muros. ¿Y para qué sirve una canción? Para eso, para silbarla, tararearla y –quién sabe– para salir de un hueco, de un abismo; para no quebrarse, para ver la luz del sol en el fondo, en lo más profundo.
Los cinco hombres entonaron de nuevo sus himnos: estas canciones de Silvio, sensibilidades condensadas, la gloria ancestral del Mayor, la del Capitán San Luis en una carta imaginada –tanto más real entonces–, la del gigante que vive en un país libre cual solamente puede ser libre, la gloria de apostarse por cualquier hombre, por cualquier casa. Y los entonaron en medio de una explanada de gente que los miraba conmocionada, sin un techo que bloqueara, sin muros, bajo el cielo de Cuba.
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