Por: Luis Toledo Sande
…y a la vida futura con permanente utilidad de la virtud
El 25 de marzo de 1895, “en vísperas de un largo viaje”, como escribió desde Montecristi a la madre, José Martí se sabía “en el pórtico de un gran deber”. Lo expresó en otra de sus despedidas escritas ese día, la dirigida al dominicano Federico Henríquez y Carvajal, a quien le dijo: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”. Hacía todo para ocupar su sitio en la contienda, que había estallado el 24 de febrero de acuerdo con el plan que él decisivamente contribuyó a trazar como fundador y guía, Delegado, del Partido Revolucionario Cubano.
En la misma carta alude a criterios —no necesariamente nacidos todos de iguales intenciones— sobre si debía incorporarse a la gesta o permanecer en el exterior; pero él no duda: “Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Nada de vocación suicida, como algunos han conjeturado, ni concesión a quienes intentaran acusarlo de rehuir el peligro.
De lleno en el cumplimiento del deber, no tenía que responder a murmuraciones. Lo henchía un altísimo sentido de la responsabilidad y, por tanto, de los cuidados que sabía ineludibles para que la guerra fuera eficiente no solo en la táctica. Era vital que también lo fuese en los principios y las virtudes indispensables para que la república mereciera los sacrificios que costaría fundarla.
Poner la patria por encima de la vida propia no significaba renunciar inútilmente a vivir. Aunque, “hasta muertos, dan ciertos hombres luz de aurora” —como sostuvo a propósito de Sebastián Lerdo de Tejada—, se es especialmente útil estando vivo, y cuando era niño juró “lavar con su vida el crimen” de la esclavitud, no “con su muerte”, como a veces se ha citado erróneamente. Morir sería, en todo caso, una contingencia más de la lucha, y no la temía, ni la buscaba. Por más que hasta filosóficamente el final de la existencia física le fuera familiar, en 1879, en las honras fúnebres al poeta Alfredo Torroella, terminó exclamando: “¡Muerte, muerte generosa, muerte amiga! ¡ay! ¡nunca vengas!”
Pensar en la patria
Tampoco procuraba imponerse autoritariamente para hacer valer su voluntad, que por ese camino, aun siendo la mejor del mundo, encallaría en formas del egoísmo: “Quien piensa en sí, no ama a la patria; y está el mal de los pueblos, por más que a veces se lo disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes pone al curso natural de los sucesos”. Ejemplo de voluntad activa y sacrificio propio, no de voluntarismo autoritario, el 20 de octubre de 1884 le escribió a Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.
Si la patria le imponía, contra su más firme deseo, alejarse de la lucha armada, él acataría la decisión. De su actitud dio muestras desde que fundó el mencionado Partido, organización política entre cuyos fines sobresalía impedir, desde los preparativos de la nueva gesta, la prosperidad del caudillismo que se entronizó en otras tierras de América y en la misma Cuba contribuyó al fracaso de la Guerra de los Diez Años. A Henríquez y Carvajal le dijo: “De mí espere la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”.
Como no apuesta a morir, le expresó al mismo amigo: “Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas”, y como la patria no es cuestión de títulos personales, por muy grandes virtudes que se tengan, en la citada carta a Gómez planteó: “La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia”.
Su aspiración de servicio no solo a Cuba, sino a nuestra América toda, y al mundo, debía encarar desafíos tremendos: de fuera, en primer lugar, las voraces ambiciones de la nación imperialista que crecía en el Norte; de dentro, obstáculos varios, entre ellos los intereses de los poderosos. Estos, que, salvo honrosas excepciones, preferían tener un amo extranjero, yanqui o español, que les premiara sus servicios lacayunos, negaban su apoyo a la independencia y procurarían someter a sus compatriotas pobres empleando recursos similares a los implantados por la metrópoli colonial.
Valoraba esos males cuando en las Bases del Partido escribió que el objetivo cardinal de la organización era “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
Con motivo del aniversario 120 de su muerte, a esos peligros y a otros —vistos en relación con la actitud y las ideas de Martí para conjurarlos—, Bohemia ha venido publicando en lo que va de año textos sobre el tramo final de la vida del héroe. Este artículo se ciñe a su decisión de llegar a Cuba, y permanecer en ella, para contribuir a darle a la guerra una institucionalización que la hiciera fuerte y lo más breve posible. En esto lo guiaban su perspectiva humanitaria y el afán de no dar tiempo a que los Estados Unidos pusieran en práctica las maquinaciones orquestadas por sus gobernantes para apoderarse de Cuba.
Había protagonizado una ingente campaña unitaria para lograr una guerra emancipadora a la altura de los tiempos y de los peligros que urgía enfrentar, y sabía que debía estar en el campo de operaciones para cuidarla. Si a inicios de 1895 pudo ya salir de Nueva York e iniciar un intenso periplo rumbo a Cuba, no lo interrumpiría a mitad del camino para regresar al sitio donde las circunstancias lo habían obligado a permanecer.
Hacia la plenitud
“Todo me ata a New York, por lo menos durante algunos años de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno”, le confesó a Manuel Mercado en carta del 22 de abril de 1886. Desde allí debía desplegar entonces la conspiración y la organización revolucionarias. En 1895, otros —como el propio Gómez, deseoso de cuidar la vida de quien había logrado lo que nadie en la unidad de las fuerzas patrióticas—, podían creer que él no debía participar en la guerra; pero no podrían impedírselo.
Para cumplir su propósito se valió incluso de una falsa información difundida en The New York Herald, y de la cual el 9 de marzo se hizo eco el periódico dominicano Listín Diario: Gómez y Martí se hallaban en Montecristi, pero esos diarios propalaron que ya estaban en Cuba. Martí —ha escrito el investigador Ibrahim Hidalgo Paz— valoró “la repercusión que tendría esta noticia”, y “con fuerza irrebatible” argumentó “que su presencia en el campo insurrecto” era “una necesidad política, razonamiento que sus futuros compañeros de expedición se vieron obligados a aceptar”.
Sus cartas del 25 se basaban, pues, en esa decisión, que en la noche del 11 de abril de 1895, después de una travesía llena de peligros, le permitió desembarcar junto a Gómez y otros compañeros expedicionarios —Paquito Borrero, Ángel Guerra, César Salas y Marcos del Rosario—, por “La Playita, al pie de Cajobabo”. Así lo anotó en su Diario de campaña, empleando el nombre con que hoy los pobladores de la zona siguen identificando aquel paraje; y en el mismo Diario testimonió el significado que para él tuvo el desembarco: “Dicha grande”.
Desde ese momento, y hasta su caída en Dos Ríos el 19 de mayo, vivió lo que tuvo por más venturoso de su existencia: “Es muy grande, Carmita, mi felicidad, sin ilusión alguna de mis sentidos, ni pensamiento excesivo en mí propio, ni alegría egoísta y pueril”, le escribió el 16 de abril a Carmen Miyares, para añadir: “Solo la luz es comparable a mi felicidad”.
Tal sentimiento de plenitud se explica en carta de entre el 15 y el mismo 16 de abril a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, sus colaboradores en la emigración: “Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado, y arrastrando la cadena de mi patria, toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar explican la constancia y el júbilo con que los hombres se ofrecen al sacrificio”.
El 18 de mayo, en su carta póstuma a Manuel Mercado, con términos que precisan aún más lo escrito a Henríquez y Carvajal, expresó que disfrutaba la satisfacción de estar “todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
Trasmitía su felicidad a los combatientes que lo oían hablar y lo veían marchar por las montañas con una resistencia que asombró al curtido general Gómez. También conversaba con los niños de la zona. Algunos de ellos, ancianos ya, lo testimoniaron en un libro entrañable: Martí a flor de labios, de Froilán Escobar. Uno, ciego desde años antes de ser entrevistado, declaró que él quería a sus ojos, porque habían visto a Martí. Lo vieron en la plenitud de su personalidad, que le permitía disfrutar la hermosura del paisaje, como se aprecia en esa página de su Diario en la cual plasmó la impresión de su alma estética ante la naturaleza de la patria: “La noche bella no deja dormir”.
Todo le daba fuerzas para encarar los desafíos que la revolución debía vencer, entre ellos las trabas de las contradicciones militarismo-civilismo heredadas de la Guerra de los Diez Años y de la Asamblea de Guáimaro. Esta, en 1869, abonó una civilidad que era indispensable asumir y desarrollar, sin poner estorbos innecesarios a la eficacia de las armas. No es casual que para proclamar la creación del Partido, en 1892, Martí escogiera el 10 de abril, fecha que rendía homenaje y superación a la imperfecta pero fundadora Asamblea, cuna de la Cuba republicana.
Vórtice fundacional
La primera tarea que Martí se planteó en campaña fue precisamente lograr la asamblea que crease la nueva República en Armas, contra la cual operaban prejuicios que venían de aquellas contradicciones. El 5 de mayo tuvo una fuerte evidencia de esa realidad: la tesitura de Antonio Maceo en La Mejorana. Sobre esa entrevista se han hecho especulaciones de todo tipo, aunque lo fundamental está plasmado en los diarios de campaña de Gómez y del propio Martí, y en las cartas escritas por este último a raíz de los hechos.
En esas páginas están claramente expresadas la admiración de Martí por Maceo y la discrepancia del héroe de Baraguá con el plan concebido por aquel. La envergadura de la divergencia, y el peso de un héroe como Maceo, le confirmaron a Martí la importancia de cuidar hasta el último detalle la campaña que él —así lo expresó en carta del 13 de noviembre de 1884 a Mercado— había preparado “como una obra de arte”. Ya en el terreno de operaciones ratificó, firme, que solo la asamblea constituyente tendría autoridad para decidir si él debía estar dentro o fuera de Cuba.
Lo más probable era que, limpiamente orientada y ordenada con toda la seriedad que se requería, y con Martí presente, la asamblea no confiara la dirección de la República a otro que a él, a quien las tropas mambisas llamaban el presidente. Sabía, incluso por reacciones del propio Gómez, que ese título suscitaba prejuicios, y expresó que lo rechazaba, porque no estaría bien ni en él ni en nadie. Pero no rechazaba de antemano una misión, y era capaz de crear nuevos títulos para una revolución nueva. Lo había demostrado cuando, para el mayor cargo en el Partido, que se le confió a él, escogió un título humilde y democrático: Delegado.
Con admiración, en la semblanza que el 23 de agosto de 1893 le dedicó a Gómez enPatria, narró que para entregarle al general el cargo de jefe del ramo de la guerra en el Partido —merecido rango para el cual había sido electo por votación entre relevantes veteranos mambises: lo más democrático en los preparativos de una guerra—, había ido a verlo “junto a su arado”. Y recordó evidencias de la humildad del hogar de Gómez, de su familia, y de su identificación con los pobres: “Para estos trabajo yo”, sostuvo el viejo combatiente frente a un “gentío descalzo”, y él lo citó en la semblanza.
Martí representaba una guerra de carácter popular, y ese mismo carácter esperaba del ejército de patriotas que la librarían. No le era indiferente ningún detalle, como que un héroe —ni siquiera alguien a quien admiraba por ser tan extraordinario, corajudo y fiel a la patria como Antonio Maceo— tuviera en campaña una silla de montar adornada con estrellas de plata.
Quien echaba su suerte “con los pobres de la tierra”, concibió métodos organizativos en función de los cuales escribió páginas como la circular fechada el 26 de abril: “Los poderes creados por el Partido Revolucionario Cubano, al entrar este en las condiciones más vastas y distintas en que le pone la guerra en el país, deben acudir al país y demandarle, como lo hace, que dé al gobierno que lo ha de regir formas adecuadas a las nuevas condiciones”.
Para ello, añadió, el Partido acudía “a todo el pueblo cubano revolucionario visible, y con derecho a elección”, que en las circunstancias de la guerra era “el pueblo alzado en armas, y a cada comarca de él pide un representante, para que reunidos, sin pérdidas de tiempo, los de las comarcas todas acuerden la forma hábil y solemne de gobierno que en sus actuales condiciones debe darse la revolución”.
Buscaba una solución política superior: no lo que podría entenderse como un “gobierno civil”, ni concesiones al militarismo. Lo ratificó en La Mejorana: “Insisto en deponerme”, no ante ninguna voluntad o capricho individual, sino “ante los representantes que se reúnan a elegir gobierno”. Procuraba cerrar puertas al caudillismo; pero las sicologías individuales, trenzadas con el peso de las jerarquías, aun bien ganadas, suelen generar complicaciones.
En carta del 30 de abril escribió: en Gómez “ha ido cuajando el pensamiento natural, que es el de reunir representantes de todas las masas cubanas alzadas, para que ellos sin considerarse totales y definitivos, ni cerrar el paso a los que han de venir, den a la revolución formas breves y solemnes de república y viables, por no salirse de la realidad, y contener a un tiempo la actual y la venidera”. Pero, en La Mejorana, Maceo declaró no querer “que cada jefe de operaciones” mandara “el suyo, nacido de su fuerza: él mandará los cuatro de Oriente: ‘dentro de 15 días estarán con Vds.—y serán gentes que no me las pueda enredar allá el doctor Martí’”.
Raíz y permanencia
La discrepancia es clara, pero —fuera de ciertos textos— una revolución verdadera no se hace sin desavenencias; y Martí no transigía en lo que entendía vital: “Mantengo, rudo: el Ejército, libre,—y el país, como país y con toda su dignidad representado”, porque “la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército”, no debían quedar “como secretaría del ejército”.
En esas miras debe situarse lo que el 18 de mayo le escribe a Mercado: “seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
Además de echar abajo desde la raíz ciertas conjeturas, de entonces y posteriores, según las cuales se preparaba para salir del país, esa declaración se corresponde con lo fundamental: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,—la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios”.
Antes que su propia autoridad, estaba para él la necesidad de que la patria contara con una estructura de poder válida para librarla de caudillismos y otras aberraciones. A Mercado le dice: “Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen. Me conoce. En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución”.
Los años de la incansable y ejemplar faena que lo llevaron a dirigir a sus compatriotas, no lo hacían creerse con derechos especiales para imponer su voluntad, aunque supiera que en ella estaba el mejor camino para la patria. El 14 de mayo, afanado en lograr la celebración de la asamblea, escribió en su Diario: “Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo”.
Táctica, ética y estrategia lo afirmaban en un juicio que había expresado en Patria el 3 de abril de 1892, en vísperas de la fundación del Partido Revolucionario Cubano: “Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere”. No bastaba que las ideas valieran: era necesario que las abrazara el pueblo. Por eso no cejó ni en su prédica para abonar las ideas emancipadoras, ni en la búsqueda de estructuras y formas de dirección que las sustentaran.
Sabía que en ese camino estaban la fuerza de la revolución, y de su propio pensamiento. No actuaba por demagogia oportunista, y sometió a prueba tanto sus criterios como la consistencia del proyecto que tanto esfuerzo le había costado poner en marcha. Firme y optimista, escribió en su última carta a Mercado con respecto a su voluntad de deponer ante la asamblea, sin temer a los riesgos, la autoridad que había ganado: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Deponer la autoridad no significaba abandonar la lucha ni ceder irresponsablemente el terreno que él debía cubrir. Solo la muerte lo sacó de la lucha; y desde el mismo día de esa tragedia —tan costosa para la patria, pero de la cual emergió él lleno de luz— no ha cesado de cumplirse su profecía: su pensamiento, lejos de desaparecer, ha seguido ganando en el valor de su claridad, y de su ejemplo, refrendado con cada acto de su vida. Si Maquiavelo, interpretando la política al uso, afirmó que el príncipe tiene el corazón en los labios, Martí demostró vivir con los labios en el corazón.
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