19 mayo 2016
Todos los días, y en especial cada 19 de mayo, son propicios para recordar la exclamación desgarrada, “¡oh Maestro, qué has hecho!”, por la cual —usemos una expresión coloquial llevada a la poesía por Fayad Jamís, acaso el mayor poeta en su generación literaria cubana— “tanto palo” se le ha dado a Rubén Darío, heraldo pionero de las grandezas luminosas de aquel a quien llamó “¡Maestro!”, el que, en un abrazo, le reciprocó el reconocimiento llamándolo “¡Hijo!”. La adolorida estupefacción del autor de Azul… remite al tamaño de la tragedia que en aquella fecha de 1895 ocurrió en Dos Ríos: Cuba perdió su mayor amparo, de gran significación también para el continente y para el mundo, para la humanidad.
Tanto es así, que diversas variantes de aquella exclamación seguirían y aun siguen brotando incluso de pensadores y líderes revolucionarios, alimentadas asimismo por la humana tendencia a especular, que la certidumbre de la tragedia refuerza en este caso. Pero muertes como la de José Martí, y tantas otras, remiten a la convicción que Ernesto Che Guevara plasmó en una carta de resonancias inapagables: “En una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera)”. Ese es un hecho probado a lo largo de la historia, una norma cuya dimensión luctuosa no borran las felices excepciones citables.
Tal realidad es consecuencia orgánica de la decisión de lucha, aunque a veces las especulaciones aludidas bordeen, o se adentren de lleno en ella, la búsqueda de una determinada vocación suicida en el héroe. Pero su confesión, “Para mí, ya es hora”, que el 25 de marzo de 1895, “en el pórtico de un gran deber”, hizo Martí a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, estaba (está) llena de vida, no de muerte. Era un niño de pocos años cuando juró para sí “Lavar con su vida el crimen” de la esclavitud —cabría decir: de las esclavitudes—, no “con su sangre”, como tantas veces se ha citado erróneamente la estrofa de Versos sencillos donde aquel juramento encarna una trayectoria vital, que abarca la eventualidad de la muerte, pero no se agota en ella.
El 28 de febrero de 1879, al rendir honor a un poeta fallecido, invocó a la muerte en términos afectuosos —“¡Muerte, muerte generosa, muerte amiga!—, pero para decirle terminantemente: “¡ay! ¡nunca vengas!”. En la víspera de su caída en combate no le dice a Manuel Mercado que cada día tiene deseos de morir. Le expresa la satisfacción que le produce el estar todos los días en peligro de dar la vida en el cumplimiento de su deber. Para correr ese peligro con la resolución con que él lo hizo, se debe estar dispuesto a morir, sí; pero, sobre todo, es necesario estar vivo. Y, para él, estarlo se asociaba al sentido misional de responsabilidad con que preparó la guerra y tomó parte en ella.
Sería injusto atribuirle una inclinación suicida que habría equivalido a un acto de irresponsabilidad impensable en él. Con su incorporación al combate, a la lucha armada en los campos de Cuba, no procuraba complacer a nadie en particular, ni acallar comidilla alguna. Lo guiaba su sentido ético de la existencia en general y, en particular, del liderazgo que merecidamente había alcanzado: “Yo evoqué la guerra”, estampó en la carta a Henríquez y Carvajal citada, y “mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”. Mucho deber tenía por delante, y la propia contienda se lo ratificaría.
Se ha especulado hasta más de lo justo sobre la entrevista que tuvo lugar entre Antonio Maceo, Máximo Gómez y él en La Mejorana el 5 de mayo de 1895, y sobre la desaparición de las páginas del día siguiente de su Diario de campaña. Se ha llegado a “suposiciones impropias” y “versiones infundiosas desgraciadamente publicadas”, escribió en un trabajo de 1948, “Acerca de ‘La Mejorana’ y ‘Dos Ríos’”, el serio estudioso Manuel Isidro Méndez, cuyo magisterio seguramente sería justo reconocer, y no parece haberse hecho a la debida altura, en los jóvenes de Artemisa —donde se desempeñó como educador— que participaron en los acontecimientos del 26 de julio de 1953.
En el citado Diario de campaña, incluso gráficamente resulta visible que Martí escribió sobre aquella tensa entrevista lo que tenía que escribir, y no fue poco. En su correspondencia de días posteriores, cercanos, lo que muestra con respecto a Antonio Maceo es la admiración que sentía por el bravo guerrero, a quien, en la semblanza que le dedicó en Patria del 6 de octubre 1893, le había reconocido “tanta fuerza en la mente como en el brazo”.
Tal vez nunca aparezcan las páginas que nadie ni nada debió haber separado del Diario, pero tampoco sería descartable que no tuvieran que ver con aquella entrevista. En todo caso, las conjeturas, tentadoras y acaso inevitables, no parecen que tengan mayor peso comparadas con lo que Martí dejó escrito. Si quien arrancó esas páginas, en caso de que haya sido esa y no otra la causa de que desaparecieran, hubiese querido ocultar las fuertes discrepancias puestas sobre “la mesa, opulenta y premiosa”, de La Mejorana, habría tenido que arrancar las muy duras del 5 de mayo, que —por los términos del relato contenido en ellas— cabe considerar escritas al final de ese día, o tal vez al amanecer siguiente, y, aunque respetuosas como suyas, suaves no son.
En el fondo, lo que a veces parece resultar pasmoso de lo sucedido en La Mejorana pudiera vincularse con la idea de que supuestamente entre altos jefes revolucionarios no se producen —o no se difunden— discusiones, controversias, choques de trenes. La vida es otra cosa, máxime en las condiciones de una gesta naciente como aquella, y cuando intervienen jefes con méritos y tesón de mando bastantes para no sentirse movidos a ceder mansamente en sus criterios. De alguna manera, las suposiciones parecen vincularse asimismo con el deseo de que Martí no hubiera muerto en combate, pues cada cierto tiempo se revuelven las conjeturas sobre la presunta decisión de que Martí abandonara el campo de batalla y volviera a la emigración.
Con respecto a ese punto, se deben recordar varias realidades. Una estriba en que Martí no había llegado a Cuba por casualidad, sin obstáculos. Llegó a ella venciendo escollos entre los cuales se debe contar no solo la persecución enemiga, sino también diversas resistencias, tal vez no únicamente la de Gómez y otros de veras interesados en cuidar su vida, cuya importancia conocían. Habría quizás que considerar además la oposición de quienes podían sentirse incómodos ante el líder que, sin currículum de guerrero, llegaba para renovar conceptos y estrategias, y promover una institucionalización democrática enfilada a impedir por igual estorbos civilistas y desafueros del militarismo, que, tanto unos como otros, habían causado graves frustraciones en el movimiento independentista.
En su Diario testimonió lo que sostuvo —rudo, según el mismo— en La Mejorana: era necesario un modo de gobierno en campaña que asegurase la eficacia de la guerra con la necesaria y bien guiada soltura del ejército libertador, y defendió a la vez el funcionamiento republicano. Este sería inalcanzable si el país no estaba representado institucionalmente en la dirección de la contienda, y “la patria”, con “todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército”, terminaba “como secretaría del ejército” que tenía el deber de liberarla.
La experiencia le confirmaba a cada paso la necesidad de permanecer en el terreno de operaciones, y no estaría dispuesto a que nadie por voluntad personal decidiera que él —la mayor autoridad política en la guerra mientras no se celebrara la Asamblea constituyente— saliera del país para convertirse en un auxiliador a distancia. A los líderes revolucionarios verdaderos que en el mundo han sido cabría preguntarles si habrían aceptado fácilmente una suplantación semejante, que Martí no rechazaba por prurito jerárquico sino, repítase hasta el cansancio si es menester, por sentido de responsabilidad y capacidad de sacrificio.
El día antes de morir en combate le expone igualmente a Mercado una visión aleccionadoramente democrática y revolucionaria: “seguimos camino al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar, conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
En la cita, deponer no significa ni abandonar ni desistir ni renunciar. Implica someter al arbitrio democrático de la asamblea —que, formada por delegados del pueblo alzado, no de los jefes, debía aprovechar las lecciones de la celebrada en Guáimaro en 1869 y no reproducir sus errores— el modo como organizar el gobierno en armas: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,—la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios”.
La versión o leyenda de un Martí vestido de civil —¿acaso ya todos los mambises estaban dotados de uniformes reglamentarios suministrados por sastrerías y comercios a su disposición?, ¿era aquello una tropa de extras preparados para el rodaje de una superproducción de un cine que aún no existía?— y listo para embarcar y marcharse al extranjero parece haber cuajado, sobre todo, a base de suposiciones y hasta del mismo deseo de que no hubiera muerto. Pero él dejó claro, el 18 de mayo, hacia dónde se dirigía. Y, si de conjeturas se trata, ¿por qué no pensar en quién habría sido el depositario de la confianza de la Asamblea para que dirigiese la República en Armas, sino el hombre a quien, disgustárase quien se disgustara, las tropas llamaban el Presidente?
Que él mismo, ante reticencias que ese título suscitaba, dijese que lo había rechazado y seguiría rechazándolo, no debe tomarse sino como eso: que rechazaba el título, no las responsabilidades que se derivaran de su misión en la gesta. Ya había mostrado su agudeza para replantear denominaciones, al darle el modesto nombre de Delegado, con tanta carga democrática, al mayor cargo en el Partido Revolucionario Cubano, cargo para el cual fue electo cada año, y del que podía ser destituido en cualquier momento por votación de los clubes que integraban la organización.
En el plan concebido y puesto en marcha por él, la Asamblea de representantes del pueblo visible en la guerra era el poder llamado a decidir cuál sería a partir de ella el papel de aquel partido y de su máximo dirigente. En cuanto al título de presidente, no se lavaba las manos rechazándolo para que otro lo asumiese: “ni en mí, ni en persona alguna, se ajustaría a las conveniencias y condiciones recién nacidas de la Revolución”, escribió a Carmen Miyares el 28 de abril.
Conocía los escollos que la revolución debía vencer, incluida la insuficiente unanimidad en la comprensión de las mayores tareas por cumplir. Junto con sacar del país al poder colonial español, propósito primordial que unía a los combatientes, y erradicar la herencia de la colonia en las costumbres de la nación liberada —fin que exigiría un proceso cultural profundo—, había otras dos misiones básicas, ambas relacionadas entre sí y que no entrarían por igual en la perspectiva de todos: impedir que se consumasen las aspiraciones expansionistas de los Estados Unidos y “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia”.
Por razones tácticas, la primera de ellas se hallaba entre las cosas que —así le dijo a Mercado— habrían de acometerse “en silencio […] y como indirectamente”, porque “de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”. Pero la segunda figuraba entre los propósitos cardinales fijados en las Basesdel Partido Revolucionario Cubano.
Esas aspiraciones eran lo suficientemente grandes, colosales, para que Martí —a quien le sobraban inteligencia y honradez para ello— supiera que su deber empezaba con la guerra y en ella, en vez de terminar. No todos los combatientes, no todas las personas que apoyaban el proyecto emancipador tenían igual grado de claridad sobre las maquinaciones imperialistas que se trenzaban en los Estados Unidos y él venía refutando de años atrás por cuantos medios tuvo a su alcance: prensa, tribuna, relaciones personales, epistolario, tareas diplomáticas, todo asumido al servicio de los pueblos de nuestra América.
La prudencia —que a tantos suele arrastrar en ocasiones a complicidades lamentables— no lo movió a silenciar su ideario antimperialista, con el cual preparó la guerra. Sus denuncias de las aspiraciones estadounidenses de apoderarse de las Antillas y dominar a nuestra América toda para usarla en sus confrontaciones con Europa fueron públicas y ostensibles, y se inscribieron en su proyecto de liberación nacional, desde la guerra, como se aprecia en su citada carta testamentaria a Mercado, a quien le explicitó el deber, su deber, por el que estaba dispuesto a morir: “ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”. El rotundo haré corrobora su resolución de vivir para luchar.
Con fecha 2 de mayo de 1895, en campaña, dirigió un comunicado al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos por medio del corresponsal, que lo entrevistó, de The New York Herald. En el texto original —que el poderoso diario mutiló y tergiversó sustancialmente en la versión en inglés, publicada el mismo día en que el héroe cayó en combate—, asoma su convicción de que en una Cuba dominada por la emergente potencia imperialista esta buscaría apoyo para sus fines de dominación generando “sementales para la tiranía”.
En la carta a Mercado, escrita con aquella entrevista en mente, se refirió a “la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad de los aspirantes, de la especie curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a España, le pide sin fe la autonomía de Cuba, contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de oficios de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y de negros”.
Esos “prohombres” —que recuerdan los “sensatos patricios” denunciados en 1869 por él en el periódico estudiantil El Diablo Cojuelo— eran los que, en el artículo “Los pobres de la tierra”, publicado en Patria el 24 de octubre de 1894, dijo que abandonaban la patria al sacrificio de los humildes, sobre cuyos hombros querrían sentarse luego. Las actuales derivaciones del autonomismo y del anexionismo se confunden entre sí, o acaban siendo una, como en el siglo XIX aquellas tendencias. Si en particular la segunda sigue careciendo de realidad es también por la mayoritaria y consecuente vocación de soberanía de la patria cubana, y porque al imperio no le interesa anexarse Cuba, sino dominarla en el camino que abrió en 1898, y en el cual mantiene colonizado a Puerto Rico; pero, como la otra, es igualmente nociva por su carácter desmovilizador, antipatriótico, entreguista.
Frente a todo eso brilla el peso del concepto de sincera democracia en el pensamiento y en los actos de Martí. Cuando las fuerzas y los medios (des)informativos dominantes en el mundo usurpan conceptos como democracia, libertad, derechos humanos y otros, y hasta parece haber revolucionarios que rehúyen de esas banderas por temor a confundirse con la propaganda imperialista, resulta especialmente aleccionador Martí. Lejos de renunciar a los ideales democráticos por el uso falseador que hacían de ellos los opresores en Europa, en los Estados Unidos, en nuestra América, en el mundo todo, se encargó de enarbolarlos con la limpieza y la lucidez necesarias para abrirles camino sin confusiones.
Contra las manquedades y los torcimientos que apreció en la política estadounidense, regida por partidos políticos representantes de intereses antipopulares —con rótulos tan intercambiables, y burlados, como republicanos y demócratas—, abogó por una democracia a la que no por gusto antepuso el calificativo sincera con que la definió en lasBases del Partido Revolucionario Cubano. Como sabía que las palabras son necesarias pero no bastan por sí solas, procuró que esa organización, creada por él para preparar la guerra, fuese revolucionaria, democrática y republicana de veras, desde su nombre y el del cargo de su máximo dirigente, y, sobre todo, por una práctica diaria basada en la activa participación de sus integrantes.
De igual modo buscó que Cuba se diera desde la guerra un gobierno que asegurase el camino para fundar una república moral en la que aún habría que dar las batallas para levantar una sociedad justiciera. Sus declaraciones conocidas avalan el testimonio que Julio Antonio Mella recibió de Carlos Baliño: Martí afirmaba que la revolución indispensable no se haría precisamente con la guerra necesaria, sino en la república.
A la contienda llevó Martí el pensamiento emancipador que había fraguado y acendrado a lo largo de su periplo por España, nuestra América y los Estados Unidos, y con su conocimiento de la generalidad del planeta. En particular ante las insuficiencias del independentismo hispanoamericano trazó conclusiones que se sienten presentes en sus reacciones ante lo que apreciaba en los campos de la lucha cubana, ya se tratase de cómo organizar el gobierno de la república en armas, o de la presencia de plata en la silla de montar de un guerrero a quien admiraba y en cuya honradez patriótica confiaba.
En todo se percibe la guía del pensamiento plasmado en “Nuestra América”, ensayo publicado en enero de 1891 que entre sus definiciones sintetiza la causa mayor de las insuficiencias mencionadas, fruto de haberse incumplido en las repúblicas independientes algo que era fundamental para la justicia: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. En la honradez de su vida cotidiana mostró su capacidad no solo para rechazar tales intereses, sino también los hábitos de mando que ellos generan, y que —según lo visto históricamente en el mundo— parecen de más difícil erradicación que aquellos.
Las contingencias de la guerra —con una mal preparada batalla en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895— segaron la vida de Martí cuando ni siquiera se había celebrado la Asamblea constituyente que él preparaba con esmero, con el pensamiento necesario para sembrar las bases de una democracia verdadera. La Asamblea, sin él, sería diferente. Con todo, se haría también realidad otra de las previsiones hechas en su carta póstuma a Mercado: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Tal vez esa misma capacidad de indetenible irradiación suscite inevitablemente conjeturas diversas, pero innecesarias para calar en lo que con toda claridad él legó como médula y sangre de su pensamiento revolucionario, fundador, de su ideario antimperialista y generador de democracia sincera, con su sentido ético de la vida. Eso, y más, hizo el Maestro, y desde el trágico 19 de mayo de 1895 su legado no ha dejado ni dejará de hacerlo. Crece.
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