jueves, 23 de junio de 2016

Argentina. El ghetto de los niños enfermos

Por Silvana Melo/ Resumen Latinoamericano/APe / 21 de Junio de 2016.- .- El barrio de niños enfermos que Córdoba urdió bajo el nombre Héroes de Malvinas es una fotografía determinante de la segregación moderna. Más de 30 familias almacenadas en un arrabal donde sus chicos se esconden de la mirada de la normalidad social pero a la vez no tienen acceso cercano a un centro de salud. Sus chicos no se ven pero además viven en casas no adaptadas, andan en sus sillas por calles sin rampas y esperan hasta la muerte una ambulancia que tarda tres horas en llegar a un corazón quebrado. La lógica de segregación de aquello que incomoda ha evolucionado en sutileza y tecnología en consonancia con la progresión cultural del hombre. Del manicomio al guetto: del encierro edificado al barrio como aislamiento con perfiles de ciudad. Del panóptico de Bentham al gran hermano de Orwell: de la cárcel convencional con un ojo que todo lo ve a la lógica vigilante en el crudo negocio de las cámaras de Montoto y el control social de Deleuze.
El barrio se extiende hasta el límite y casi se cae de la capital cordobesa. Pensado para “relocalizar” a gente de Villa El Tropezón, la mayor parte no aceptó la mudanza. Y las casas quedaron vacías. Entonces se decidió aprovechar esa lejanía estratégica para acopiar padecimientos que disgustan el normal funcionamiento social: Santiago, 11 años, con piel de cristal, Tomás, con marcas en la piel y huérfano de un padre que lo rescató de un incendio que finalmente lo devoró, Briana, en estado vegetativo después de un “error” en el Hospital de Niños, Marianita, que sobrevivió a un accidente ferroviario pero perdió una pierna, Dylan, que cayó de la bicicleta y quedó con cuadriparesia espástica, Sheyla y Yamila, dos mellizas con graves problemas pulmonares, Zaira, de seis años, con un corazón envejecido, José, que recibió un balazo mientras jugaba a la pelota en un potrero. Y veinte más, a los que Ary Garbovetzky visitó profusamente para el excelente informe publicado en el diario Día a Día.
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Las 30 familias (que coinciden en espacio geográfico también con algunos veteranos de Malvinas y mujeres víctimas de violencia de género) no comparten entre sí más que el martirio de sus niños. Y la fiesta de obstáculos para la sobrevida cotidiana y para la propia subsistencia que los arquitectos de esta suerte de guetto moderno estructuraron. Un hospital a cuatro kilómetros sin pediatras de guardia. No hay unidades de atención primaria ni consultorios ni una posta sanitaria. Las ambulancias se pierden en un barrio tan invisible que “no figura en los GPS ni aparece en Google Maps”. Será que a nadie le interesa asistir al suburbio de los niños en silla. O con la piel de escamas. El psicólogo comunitario Sebastián Bertucelli, citado por Ary Garbovetzky, sostiene una mirada certera: “parece un caso de erradicación de personas con problemas de enfermedades crónicas para ponerlas en un lugar alejado. De nuestra vista, pero también de sus redes familiares o sociales”.
La pobreza, la enfermedad cronificada, la vejez y la infancia improductivas, la negritud originaria, norteña, conurbana y periférica, engordan la bolsa social de excedentes. Un container clavado en las ochavas de las sociedades para depositar prolijamente aquello que no encaja.
Acaso el barrio Héroes de Malvinas, en la punta de Córdoba, sea un avance en modelos infraestructurales como el sobreviviente leprosario de General Rodríguez, donde siguen viviendo aquellos que ya están curados desde hace más de 40 años. Pero parecen haber asumido esa calidad de desecho social con que les marcaron la piel.
En esa lógica se alimentan, tal vez, las tres horas que tardó en llegar la ambulancia que llamó la mamá de Rodrigo. En días de enero en que no había agua ni luz. Silvia vio a su hijo descompensarse y morir despacito en sus brazos, sin que el mundo se alterara. Diez de sus once años vivió con parálisis cerebral.
El psicoanalista Gustavo Bertan asegura que “siempre hay resistencia cuando hablamos de las locuras, cuando hablamos de alguien diferente. Occidente siempre ha tratado muy mal lo que es diferente. El diferente puede ser un sicótico (pero también) hoy puede ser un árabe”. O un niño con parálisis cerebral.
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Tomy Bello fue trasplantado en Estados Unidos, perdió la vista en una de las operaciones y su silla no pasa por las puertas de la casa que le cedió el estado en el barrio Héroes. Carola no puede hacer nada sin la ayuda de su madre. Hace años se pidió para ella una silla de ruedas. Que sólo llegó cuando murió Rodrigo. No es lo que ella necesita, pero no hay otra cosa. Y sólo gracias a la muerte de un par, de un compañero de cárcel a cielo abierto.
Nehemías (Naum para su papá) murió en mayo, luego de una infección. Padecía fibrosis quística. Se le contaminó un catéter y murió por la infección. El padre le había construido una cajita de cristal en una casa que era absolutamente hostil para él. Cortó rutas, pidió, exigió. Ahora, ya sin Naum, le dice a Día a Día: “¿Y si fui yo que por llevarlo al control de todos los martes en moto le metí ese bicho en el catéter? ¿Y si fueron ellos que me obligaron a cruzar toda la ciudad, en moto, porque no hay donde atenderlo acá?”. Los que quedan fuera siempre son culpables. Por destino, por origen, por quedar afuera, no más. La impiedad sistémica les cuelga el sambenito para que nadie olvide.
Dice Deleuze: “Es cierto que el capitalismo ha guardado como constante la extrema miseria de tres cuartas partes de la humanidad: demasiado pobres para la deuda, demasiado numerosos para el encierro; el control no sólo tendrá que enfrentarse con la disipación de las fronteras, sino también con las explosiones de villas miserias y guetos”.
Los niños quebradizos del barrio Héroes de Malvinas son rehenes del control social. De la lógica de un vertedero donde se depositan, día a día, los desechos sistémicos. Allí se liberan los ghettos, los manicomios, las cárceles llenas de jóvenes y pobres, las villas y los asentamientos, las casas con niños que se rompen como cristales. De allí saldrán un día, tal vez, las astillas para hacer lo nuevo. Pero para eso, decía Alberto Morlachetti, se necesita un pueblo milagro: crisálida que abre sus alas en la mariposa de los tiempos para el sueño de la vida.
Imágenes: Jonathan Darby

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